La Virgen del Carmen
La Virgen del Carmen fue la Madre del Divino Redentor del Mundo.
Innumerables escritores han cantado loas a la madre más grandiosa de todos los tiempos.
¿Cómo podríamos definirla? Ni la pluma de Miguel Ángel, ni la Madona de Leonardo Da Vinci han logrado traducirnos en formal fiel la imagen de la Virgen María.
Innumerables esculturas han tratado de personificar a la Virgen del Carmen, pero ninguna de ellas puede traducir exactamente la fisonomía de aquella gran hija de la Luz.
Al contemplar con los ojos del Alma la inefable figura de aquella Divina Madre no vemos nada que nos sepa a diamantes, rubíes y esmeraldas.
Ante los ojos del Alma desaparecen por completo las púrpuras y sedas con que se ha querido envolver el recuerdo de María, la Divina Madre de Jesús de Nazareth.
No fue María aquella verdad mundanal pintada en todas las acuarelas.
Con los ojos del Espíritu sólo contemplamos una virgen morena quemada por el sol del desierto. Ante nuestras atónitas miradas espirituales se desdibujan esbeltos cuerpos y rostros provocativos de figuras femeninas, para aparecer en su lugar una mujercita sencilla de pequeña estatura, cuerpo delgado, rostro pequeño y ovalado, nariz roma, labio superior algo saliente, ojos gitanos y amplia frente.
Aquella humilde mujer vestía con túnica color carmelita o marrón y sandalias de cuero.
Caminando a través de los desiertos africanos rumbo a la tierra de Egipto, parecía una pródiga con su túnica vieja y rota, y su rostro moreno humedecido en copioso sudor.
No es María aquella estatua de púrpura y diamantes que hoy adorna la catedral de Notre Dame de París. No es María aquella estatua cuyos dedos de armiño, engarzados en puro oro, alegra las procesiones de la casa parroquial.
No es María aquella beldad inolvidable que desde niños contemplamos sobre los suntuosos altares de nuestras iglesias pueblerinas, cuyas campanas metálicas alegran los mercados de nuestras parroquias.
Ante nuestros sentidos espirituales sólo vemos una virgen morena quemada por el sol del desierto.
Ante la vista del espíritu desaparecen por completo todas las fantasías para aparecer en su lugar una pródiga humilde, una humilde mujer de carne y hueso.
Desde muy niña, María hizo voto de castidad en el templo de Jerusalén.
María era hija de Ana, su madre la llevó al templo para que hiciera sus votos.
Y era María una de las Vestales del Templo.
Nació entre una aristocrática familia, y antes de ingresar al templo como Vestal tuvo innumerables pretendientes y hasta tuvo un rico y apuesto galán que quiso casarse con ella.
Empero María no lo aceptó, su corazón sólo amaba a Dios.
Los primeros años de su vida estuvieron rodeados de toda clase de comodidades.
Cuenta la tradición que María hacía alfombras para el templo de Jerusalén y que esas alfombras se convertían en rosas.
María conoció la Doctrina secreta de la Tribu de Leví. María se educó a la sombra augusta de los pórticos de Jerusalén, entre el follaje núbil de esas palmeras orientales, a cuyas sombras descansan los viejos camelleros del desierto.
María fue iniciada en los Misterios de Egipto, conoció la Sabiduría de los Faraones, y bebió en el Cáliz del antiguo Cristianismo, calcinado por el fuego ardiente de las tierras orientales.
La Religión Católica tal como hoy la conocemos, ni siquiera se vislumbraba sobre los siete collados de la Roma augusta de los Césares y los viejos Esenios sólo conocían la vieja Doctrina Cristiana, la doctrina de los mártires, aquella doctrina por la cual San Esteban murió mártir.
Esa santa doctrina Crística se conservaba en secreto dentro de los Misterios de Egipto, Troya, Roma, Cartago, Eleusis, etc.
Lo grande que hubo en el Cristo, fue haber publicado la vieja doctrina sobre las calzadas de Jerusalén.
Y fue María, la Virgen del Carmen, designada por la Divinidad para ser la Madre del Divino Redentor del Mundo.