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La Revolución de la Dialectica: Capítulo 38.- Contumancia

CONTUMACIA

Contumacia es la insistencia de señalar un error, y por eso, jamás me cansaré de insistir en que la causa de todos los errores es el ego, el mí mismo. No me importa que los animales intelectuales se molesten porque hablo en contra del ego, cueste lo que cueste, seguiré con la contumacia.

Han pasado dos grandes guerras mundiales y el mundo se encuentra al borde de la Tercera Guerra Mundial. El mundo se halla en crisis, por doquiera hay miseria, enfermedades e ignorancia.

Nada bueno nos han dejado las dos guerras mundiales. La primera guerra mundial nos dejó la terrible gripe que mató a millones de personas en el año de 1918. La segunda guerra mundial nos dejó una peste mental peor que la peste de la primera. Nos referimos a la abominable "filosofía existencialista" que ha envenenado totalmente a las nuevas generaciones y contra la cual se promulga la Revolución de la Dialéctica.

Todos nosotros hemos creado este caos social en el que vivimos y entre todos debemos trabajar para disolverlo y hacer un mundo mejor, mediante las enseñanzas que entrego en esta obra.

Desgraciadamente, la gente sólo piensa en su yo egoísta y dice: ¡Primero yo, segundo yo y tercero yo! Ya lo hemos dicho y lo volvemos a repetir: El ego sabotea los órdenes que establece la Psicología Revolucionaria.

Si queremos de verdad y muy sinceramente la Revolución de la Dialéctica, necesitamos primero la transformación radical del individuo.

Son muchas las personas que aceptan la necesidad de un cambio interior radical, total y definitivo, pero desgraciadamente, exigen estímulos e incentivos especiales.

A las personas les gusta que se les diga que van bien, que se les de palmaditas en el hombro, que se les diga bonitas palabras estimulantes, etc.

Son muchas las personas que exigen algún verso muy bonito que les sirva de aliciente, alguna creencia, alguna ideología o cualquier utopía para cambiar.

Hay quienes exigen la esperanza de un buen empleo como aliciente para cambiar. Hay quienes exigen algún buen noviazgo o un magnífico matrimonio que les sirva de aliciente para cambiar.

Nadie quiere cambiar así porque sí, pero sí un buen incentivo para la acción. A la gente le encantan los estímulos. No quieren comprender las pobres gentes que los tales estímulos son muy huecos y superficiales y que, por lo tanto, es apenas lógico decir que no sirven.

Los estímulos, jamás en la vida, nunca en la historia de los siglos, han podido provocar dentro de algún individuo un cambio radical, total y definitivo.

Dentro de toda persona existe un centro energético que no puede ser destruido con la muerte del cuerpo físico y que se perpetúa, para desgracia del mundo, en nuestros descendientes. Ese centro es el yo, el mí mismo, el sí mismo. Necesitamos con suma urgencia inaplazable producir un cambio radical dentro de ese centro energético llamado Yo.

Las palmaditas en el hombro, las bonitas palabras, las bellas lisonjas, los lindos estímulos, los nobles alicientes, etc., jamás podrán producir ningún cambio radical en ese centro energético llamado yo y que está dentro de nosotros mismos.

Si muy sinceramente y de todo corazón queremos un cambio radical dentro de ese centro llamado yo, tenemos que reconocer nuestro estado lamentable de miseria y pobreza interior y olvidarnos de nosotros mismos para trabajar desinteresadamente por la humanidad. Esto significa abnegación, completo olvido de uno mismo y completo abandono del sí mismo.

Es imposible que haya un cambio radical dentro de nosotros mismos si sólo pensamos en llenar nuestras bolsas de dinero y más dinero.

El yo, el mí mismo, quiere crecer, mejorar, evolucionar, relacionarse con los grandes de la Tierra, conseguir influencias, posición, fortuna, etc. Los cambios superficiales en nuestra persona no sirven para nada, no cambian nada y no transforman a nadie ni a nada.

Necesitamos, dentro de cada uno de nosotros, un cambio profundo. Dicho cambio sólo puede realizarse en el centro que llevamos dentro, en el yo. Necesitamos quebrantar como a taza de alfarero a dicho centro egoísta.

Es urgente extirpar el yo para producir dentro de cada uno de nosotros un cambio profundo, radical, total y verdadero. Así como estamos, así como somos, sólo podemos servir para amargarnos la vida y amargársela a nuestros semejantes.

El yo quiere llenarse de honores, virtudes, dinero, etc. El yo quiere placeres, fama, prestigio, etc., y en su loco afán por extenderse, crea una sociedad egoísta en la cual sólo hay disputas, crueldades, codicia insaciable, ambiciones sin límites ni orillas, guerras, etc.

Para desgracia nuestra, somos miembros de una sociedad creada por el yo. Dicha sociedad es inútil, dañina y perjudicial. Sólo extirpando radicalmente el yo, podemos cambiar integralmente y cambiar el mundo.

Si de verdad queremos la extirpación radical del yo, es urgente tener la memoria quieta para que la mente se serene, y luego auto‑observarnos con calma para conocernos a sí mismos.

Debemos contemplarnos a sí mismos como quien está contemplando y aguantando sobre sí mismo un torrencial aguacero.

Nadie en la vida puede disolver el yo buscando sustitutos, dejando el licor y cambiándolo por el cigarrillo, abandonando a una mujer para casarse con otra, dejando un defecto para reemplazarlo por otro o saliendo de una escuela para otra escuela.

Si de verdad queremos un cambio radical dentro de nosotros mismos, debemos dejar a un lado todas esas cosas que nos parecen positivas, todos esos hábitos viejos y todas esas costumbres equivocadas.

La mente es la sede central del yo. Necesitamos un cambio en la sede central para que dentro de cada uno de nosotros haya revolución verdadera.

Sólo con absoluta abnegación y comprensión de lo que desgraciadamente somos, y sin estímulos o incentivos de ninguna especie, podemos de verdad lograr la extirpación del yo.